II DECENARIO AL ESPÍRITU SANTO
10 días de preparación para Pentecostés
El Decenario es una bonita y
antigua costumbre con la que la Iglesia anima a sus fieles a preparar del mejor
modo posible la venida del Espíritu Santo en Pentecostés.
Comienza 10 días antes de
dicha fiesta, es decir, el día de la Ascensión de Jesús a los cielos. En ese
día Jesucristo prometió a sus discípulos que les enviaría al Paráclito. Los
discípulos permanecieron en Jerusalén en continua oración junto a María.
Son, por tanto, estos días
una ocasión propicia para recordar aquella primera oración conjunta y
prepararnos para celebrar la venida del Espíritu Santo.
DECENARIO AL ESPÍRITU SANTO
“La víspera de empezar este
Decenario, que es la víspera de la Ascensión gloriosa de nuestro Divino
Redentor, nos debemos preparar, con resoluciones firmes, para emprender la vida
interior, y emprendida esta vida, no abandonarla jamás.” (Francisca Javiera del Valle)
PRIMER DÍA
Oración para comenzar:
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día:
Pentecostés, el día en que
el Espíritu Santo descendió sobre los discípulos del Señor
Los Hechos de los Apóstoles,
al narrarnos los acontecimientos de aquel día de Pentecostés en el que el
Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego sobre los discípulos de
Nuestro Señor, nos hacen asistir a la gran manifestación del poder de Dios, con
el que la Iglesia inició su camino entre las naciones.
La victoria que Cristo —con
su obediencia, con su inmolación en la Cruz y con su Resurrección— había
obtenido sobre la muerte y sobre el pecado, se reveló entonces en toda su
divina claridad. Los discípulos, que ya eran testigos de la gloria del
Resucitado, experimentaron en sí la fuerza del Espíritu Santo: sus inteligencias
y sus corazones se abrieron a una luz nueva. Habían seguido a Cristo y acogido
con fe sus enseñanzas, pero no acertaban siempre a penetrar del todo su
sentido: era necesario que llegara el Espíritu de verdad, que les hiciera
comprender todas las cosas.
Sabían que sólo en Jesús
podían encontrar palabras de vida eterna, y estaban dispuestos a seguirle y a
dar la vida por Él, pero eran débiles y, cuando llegó la hora de la prueba,
huyeron, lo dejaron solo. El día de Pentecostés todo eso ha pasado: el Espíritu
Santo, que es espíritu de fortaleza, los ha hecho firmes, seguros, audaces. La
palabra de los Apóstoles resuena recia y vibrante por las calles y plazas de
Jerusalén.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
SEGUNDO DIA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día
Vigencia
y actualidad de la Pentecostés
La fuerza y el poder de Dios
iluminan la faz de la tierra. El Espíritu Santo continúa asistiendo a la
Iglesia de Cristo, para que sea —siempre y en todo— signo levantado ante las
naciones, que anuncia a la humanidad la benevolencia y el amor de Dios. Por
grandes que sean nuestras limitaciones, los hombres podemos mirar con confianza
a los cielos y sentirnos llenos de alegría: Dios nos ama y nos libra de
nuestros pecados. La presencia y la acción del Espíritu Santo en la Iglesia son
la prenda y la anticipación de la felicidad eterna, de esa alegría y de esa paz
que Dios nos depara. También nosotros, como aquellos primeros que se acercaron
a San Pedro en el día de Pentecostés, hemos sido bautizados. En el bautismo,
Nuestro Padre Dios ha tomado posesión de nuestras vidas, nos ha incorporado a
la de Cristo y nos ha enviado el Espíritu Santo.
El Señor, nos dice la
Escritura Santa, nos ha salvado haciéndonos renacer por el bautismo,
renovándonos por el Espíritu Santo, que Él derramó copiosamente sobre nosotros
por Jesucristo Salvador nuestro, para que, justificados por la gracia, vengamos
a ser herederos de la vida eterna conforme a la esperanza que tenemos. La
experiencia de nuestra debilidad y de nuestros fallos, la desedificación que
puede producir el espectáculo doloroso de la pequeñez o incluso de la
mezquindad de algunos que se llaman cristianos, el aparente fracaso o la
desorientación de algunas empresas apostólicas, todo eso —el comprobar la
realidad del pecado y de las limitaciones humanas— puede sin embargo constituir
una prueba para nuestra fe, y hacer que se insinúen la tentación y la duda:
¿dónde están la fuerza y el poder de Dios? Es el momento de reaccionar, de
practicar de manera más pura y más recia nuestra esperanza y, por tanto, de
procurar que sea más firme nuestra fidelidad.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
TERCER DIA
Oración para comenzar:
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día
La
Iglesia, vivificada por el Espíritu Santo, es el Cuerpo Místico de Cristo
Permitidme narrar un suceso
de mi vida personal, ocurrido hace ya muchos años. Un día un amigo de buen corazón,
pero que no tenía fe, me dijo, mientras señalaba un mapamundi: mire, de norte a
sur, y de este o oeste. ¿Qué quieres que mire?, le pregunté. Su respuesta fue:
el fracaso de Cristo. Tantos siglos, procurando meter en la vida de los hombres
su doctrina, y vea los resultados. Me llené, en un primer momento de tristeza:
es un gran dolor, en efecto, considerar que son muchos los que aún no conocen
al Señor y que, entre los que le conocen, son muchos también los que viven como
si no lo conocieran.
Pero esa sensación duró sólo
un instante, para dejar paso al amor y al agradecimiento, porque Jesús ha
querido hacer a cada hombre cooperador libre de su obra redentora. No ha
fracasado: su doctrina y su vida están fecundando continuamente el mundo. La redención,
por Él realizada, es suficiente y sobreabundante.
Dios no quiere esclavos,
sino hijos, y respeta nuestra libertad. La salvación continúa y nosotros
participamos en ella: es voluntad de Cristo que —según las palabras fuertes de
San Pablo— cumplamos en nuestra carne, en nuestra vida, aquello que falta a su
pasión, pro Corpore eius, quod est Ecclesia, en beneficio de su cuerpo, que es
la Iglesia.
Vale la pena jugarse la
vida, entregarse por entero, para corresponder al amor y a la confianza que Dios
deposita en nosotros. Vale la pena, ante todo, que nos decidamos a tomar en
serio nuestra fe cristiana. Al recitar el Credo, profesamos creer en Dios Padre
todopoderoso, en su Hijo Jesucristo que murió y fue resucitado, en el Espíritu
Santo, Señor y dador de vida. Confesamos que la Iglesia, una santa, católica y
apostólica, es el cuerpo de Cristo, animado por el Espíritu Santo. Nos
alegramos ante la remisión de los pecados, y ante la esperanza de la
resurrección futura. Pero, esas verdades ¿penetran hasta lo hondo del corazón o
se quedan quizá en los labios? El mensaje divino de victoria, de alegría y de
paz de la Pentecostés debe ser el fundamento inquebrantable en el modo de
pensar, de reaccionar y de vivir de todo cristiano.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
CUARTO DÍA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día
Nuestra
fe en el Espíritu Santo debe ser absoluta
Non est abbreviata manus
Domini, no se ha hecho más corta la mano de Dios: no es menos poderoso Dios hoy
que en otras épocas, ni menos verdadero su amor por los hombres. Nuestra fe nos
enseña que la creación entera, el movimiento de la tierra y el de los astros,
las acciones rectas de las criaturas y cuánto hay de positivo en el sucederse
de la historia, todo, en una palabra, ha venido de Dios y a Dios se ordena. La
acción del Espíritu Santo puede pasarnos inadvertida, porque Dios no nos da a
conocer sus planes y porque el pecado del hombre enturbia y obscurece los dones
divinos. Pero la fe nos recuerda que el Señor obra constantemente: es Él quien
nos ha creado y nos mantiene en el ser; quien, con su gracia, conduce la
creación entera hacia la libertad de la gloria de los hijos de Dios.
Por eso, la tradición
cristiana ha resumido la actitud que debemos adoptar ante el Espíritu Santo en
un solo concepto: docilidad. Ser sensibles a lo que el Espíritu divino promueve
a nuestro alrededor y en nosotros mismos: a los carismas que distribuye, a los
movimientos e instituciones que suscita, a los afectos y decisiones que hace
nacer en nuestro corazón. El Espíritu Santo realiza en el mundo las obras de
Dios: es —como dice el himno litúrgico— dador de las gracias, luz de los
corazones, huésped del alma, descanso en el trabajo, consuelo en el llanto. Sin
su ayuda nada hay en el hombre que sea inocente y valioso, pues es Él quien
lava lo manchado, quien cura lo enfermo, quien enciende lo que está frío, quien
endereza lo extraviado, quien conduce a los hombres hacia el puerto de la
salvación y del gozo eterno. Pero esta fe nuestra en el Espíritu Santo ha de
ser plena y completa: no es una creencia vaga en su presencia en el mundo, es
una aceptación agradecida de los signos y realidades a los que, de una manera
especial, ha querido vincular su fuerza. Cuando venga el Espíritu de verdad
—anunció Jesús—, me glorificará porque recibirá de lo mío, y os lo anunciará. El
Espíritu Santo es el Espíritu enviado por Cristo, para obrar en nosotros la
santificación que Él nos mereció en la tierra.
No puede haber por eso fe en
el Espíritu Santo, si no hay fe en Cristo, en la doctrina de Cristo, en los
sacramentos de Cristo, en la Iglesia de Cristo. No es coherente con la fe
cristiana, no cree verdaderamente en el Espíritu Santo quien no ama a la
Iglesia, quien no tiene confianza en ella, quien se complace sólo en señalar
las deficiencias y las limitaciones de los que la representan, quien la juzga
desde fuera y es incapaz de sentirse hijo suyo. Me viene a la mente considerar
hasta qué punto será extraordinariamente importante y abundantísima la acción
del Divino Paráclito, mientras el sacerdote renueva el sacrificio del Calvario,
al celebrar la Santa Misa en nuestros altares.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
QUINTO DIA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día
El
Espíritu Santo está en medio de nosotros
Los cristianos llevamos los
grandes tesoros de la gracia en vasos de barro; Dios ha confiado sus dones a la
frágil y débil libertad humana y, aunque la fuerza del Señor ciertamente nos
asiste, nuestra concupiscencia, nuestra comodidad y nuestro orgullo la rechazan
a veces y nos llevan a caer en pecado. En muchas ocasiones, desde hace más de
un cuarto de siglo, al recitar el Credo y afirmar mi fe en la divinidad de la
Iglesia una, santa, católica y apostólica, añado a pesar de los pesares. Cuando
he comentado esa costumbre mía y alguno me pregunta a qué quiero referirme,
respondo: a tus pecados y a los míos.
Todo eso es cierto, pero no
autoriza en modo alguno a juzgar a la Iglesia de manera humana, sin fe
teologal, fijándose únicamente en la mayor o menor cualidad de determinados
eclesiásticos o de ciertos cristianos. Proceder así, es quedarse en la
superficie. Lo más importante en la Iglesia no es ver cómo respondemos los
hombres, sino ver lo que hace Dios. La Iglesia es eso: Cristo presente entre
nosotros; Dios que viene hacia la humanidad para salvarla, llamándonos con su
revelación, santificándonos con su gracia, sosteniéndonos con su ayuda
constante, en los pequeños y en los grandes combates de la vida diaria.
Podemos llegar a desconfiar
de los hombres, y cada uno está obligado a desconfiar personalmente de sí mismo
y a coronar sus jornadas con un mea culpa, con un acto de contrición hondo y
sincero. Pero no tenemos derecho a dudar de Dios. Y dudar de la Iglesia, de su
origen divino, de la eficacia salvadora de su predicación y de sus sacramentos,
es dudar de Dios mismo, es no creer plenamente en la realidad de la venida del
Espíritu Santo. Antes de que Cristo fuera crucificado —escribe San Juan
Crisóstomo— no había ninguna reconciliación. Y, mientras no hubo
reconciliación, no fue enviado el Espíritu Santo… La ausencia del Espíritu
Santo era signo de la ira divina. Ahora que lo ves enviado en plenitud, no
dudes de la reconciliación. Pero si preguntaron: ¿dónde está ahora el Espíritu
Santo? Se podía hablar de su presencia cuando ocurrían milagros, cuando eran
resucitados los muertos y curados los leprosos. ¿Cómo saber ahora que está de
veras presente? No os preocupéis. Os demostraré que el Espíritu Santo está
también ahora entre nosotros…
Si no existiera el Espíritu
Santo, no podríamos decir: Señor, Jesús, pues nadie puede invocar a Jesús como
Señor, si no es en el Espíritu Santo (1 Corintios XII, 3). Si no existiera el
Espíritu Santo, no podríamos orar con confianza. Al rezar, en efecto, decimos:
Padre nuestro que estás en los cielos (Mateo VI, 9). Si no existiera el
Espíritu Santo no podríamos llamar Padre a Dios. ¿Cómo sabemos eso? Porque el
apóstol nos enseña: Y, por ser hijos, envió Dios a nuestros corazones el
Espíritu de su Hijo, que clama: Abba, Padre (Gálatas IV, 6).
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
SEXTO DIA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este 6º día
Dar
a conocer el camino de la correspondencia a la acción del Espíritu Santo
Veo todas las incidencias de
la vida —las de cada existencia individual y, de alguna manera, las de las
grandes encrucijadas de las historia— como otras tantas llamadas que Dios
dirige a los hombres, para que se enfrenten con la verdad; y como ocasiones,
que se nos ofrecen a los cristianos, para anunciar con nuestras obras y con
nuestras palabras ayudados por la gracia, el Espíritu al que pertenecemos.
Cada generación de
cristianos ha de redimir, ha de santificar su propio tiempo: para eso, necesita
comprender y compartir las ansias de los otros hombres, sus iguales, a fin de
darles a conocer, con don de lenguas cómo deben corresponder a la acción del
Espíritu Santo, a la efusión permanente de las riquezas del Corazón divino. A
nosotros, los cristianos, nos corresponde anunciar en estos días, a ese mundo
del que somos y en el que vivimos, el mensaje antiguo y nuevo del Evangelio.
No es verdad que toda la
gente de hoy —así, en general y en bloque— esté cerrada, o permanezca
indiferente, a lo que la fe cristiana enseña sobre el destino y el ser del
hombre; no es cierto que los hombres de estos tiempos se ocupen sólo de las
cosas de la tierra, y se desinteresen de mirar al cielo. Aunque no faltan
ideologías —y personas que las sustentan— que están cerradas, hay en nuestra
época anhelos grandes y actitudes rastreras, heroísmos y cobardías, ilusiones y
desengaños; criaturas que sueñan con un mundo nuevo más justo y más humano, y
otras que, quizá decepcionadas ante el fracaso de sus primitivos ideales, se
refugian en el egoísmo de buscar sólo la propia tranquilidad, o en permanecer
inmersas en el error.
A todos esos hombres y a
todas esas mujeres, estén donde estén, en sus momentos de exaltación o en sus
crisis y derrotas, les hemos de hacer llegar el anuncio solemne y tajante de
San Pedro, durante los días que siguieron a la Pentecostés: Jesús es la piedra
angular, el Redentor, el todo de nuestra vida, porque fuera de Él no se ha dado
a los hombres otro nombre debajo del cielo, por el cual podamos ser salvos.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
SÉPTIMO DÍA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este día 7º
El
don de la sabiduría nos permite conocer a Dios y gozarnos en su presencia
Entre los dones del Espíritu
Santo, diría que hay uno del que tenemos especial necesidad todos los
cristianos: el don de sabiduría que, al hacernos conocer a Dios y gustar de
Dios, nos coloca en condiciones de poder juzgar con verdad sobre las situaciones
y las cosas de esta vida. Si fuéramos consecuentes con nuestra fe, al mirar a
nuestro alrededor y contemplar el espectáculo de la historia y del mundo, no
podríamos menos de sentir que se elevan en nuestro corazón los mismos
sentimientos que animaron el de Jesucristo: al ver aquellas muchedumbres se
compadecía de ellas, porque estaban malparadas y abatidas, como ovejas sin
pastor.
No es que el cristiano no
advierta todo lo bueno que hay en la humanidad, que no aprecie las limpias
alegrías, que no participe en los afanes e ideales terrenos. Por el contrario,
siente todo eso desde lo más recóndito de su alma, y lo comparte y lo vive con
especial hondura, ya que conoce mejor que hombre alguno las profundidades del
espíritu humano. La fe cristiana no achica el ánimo, ni cercena los impulsos
nobles del alma, puesto que los agranda, al revelar su verdadero y más
auténtico sentido: no estamos destinados a una felicidad cualquiera, porque
hemos sido llamados a penetrar en la intimidad divina, a conocer y amar a Dios
Padre, a Dios Hijo y a Dios Espíritu Santo y, en la Trinidad y en la Unidad de
Dios, a todos los ángeles y a todos los hombres.
Esa es la gran osadía de la
fe cristiana: proclamar el valor y la dignidad de la humana naturaleza, y
afirmar que, mediante la gracia que nos eleva al orden sobrenatural, hemos sido
creados para alcanzar la dignidad de hijos de Dios. Osadía ciertamente
increíble, si no estuviera basada en el decreto salvador de Dios Padre, y no
hubiera sido confirmada por la sangre de Cristo y reafirmada y hecha posible
por la acción constante del Espíritu Santo. Hemos de vivir de fe, de crecer en
la fe, hasta que se pueda decir de cada uno de nosotros, de cada cristiano, lo
que escribía hace siglos uno de los grandes Doctores de la Iglesia oriental: de
la misma manera que los cuerpos transparentes, nítidos, al recibir los rayos de
luz, se vuelven resplandecientes e irradian brillo, las almas que son llevadas
e ilustradas por el Espíritu Santo se vuelven también ellas espirituales y
llevan a las demás la luz de la gracia.
Del Espíritu Santo proviene
el conocimiento de las cosas futuras, la inteligencia de los misterios, la
comprensión
de las verdades ocultas, la
distribución de los dones, la ciudadanía celeste, la conversación con los
ángeles. De Él, la alegría que nunca termina, la perseverancia en Dios, la
semejanza con Dios y, lo más sublime que puede ser pensado, el hacerse Dios. La
conciencia de la magnitud de la dignidad humana —de modo eminente, inefable, al
ser constituidos por la gracia en hijos de Dios— junto con la humildad, forma
en el cristiano una sola cosa, ya que no son nuestras fuerzas las que nos
salvan y nos dan la vida, sino el favor divino.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
OCTAVO DÍA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón contra
las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no quiero
endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!, no
vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este 8º día
Vivir
según el Espíritu Santo
Vivir según el Espíritu
Santo es vivir de fe, de esperanza, de caridad; dejar que Dios tome posesión de
nosotros y cambie de raíz nuestros corazones, para hacerlos a su medida. Una
vida cristiana madura, honda y recia, es algo que no se improvisa, porque es el
fruto del crecimiento en nosotros de la gracia de Dios. En los Hechos de los
Apóstoles, se describe la situación de la primitiva comunidad cristiana con una
frase breve, pero llena de sentido: perseveraban todos en las instrucciones de
los Apóstoles, en la comunicación de la fracción del pan y en la oración.
Fue así como vivieron
aquellos primeros, y como debemos vivir nosotros: la meditación de la doctrina
de la fe hasta hacerla propia, el encuentro con Cristo en la Eucaristía, el
diálogo personal —la oración sin anonimato— cara a cara con Dios, han de constituir
como la substancia última de nuestra conducta. Si eso falta, habrá tal vez
reflexión erudita, actividad más o menos intensa, devociones y prácticas. Pero
no habrá auténtica existencia cristiana, porque faltará la compenetración con
Cristo, la participación real y vivida en la obra divina de la salvación.
Es doctrina que se aplica a
cualquier cristiano, porque todos estamos igualmente llamados a la santidad. No
hay cristianos de segunda categoría, obligados a poner en práctica sólo una
versión rebajada del Evangelio:
Todos hemos recibido el
mismo Bautismo y, si bien existe una amplia diversidad de carismas y de
situaciones humanas, uno mismo es el Espíritu que distribuye los dones divinos,
una misma la fe, una misma la esperanza, una la caridad. Podemos, por tanto,
tomar como dirigida a nosotros la pregunta que formula el Apóstol: ¿no sabéis
que sois templo de Dios y que el Espíritu Santo mora en vosotros?, y recibirla
como una invitación a un trato más personal y directo con Dios. Por desgracia
el Paráclito es, para algunos cristianos, el Gran Desconocido.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
NOVENO DIA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este 9º día
Docilidad,
oración y unión con la Cruz
Para concretar, aunque sea
de una manera muy general, un estilo de vida que nos impulse a tratar al
Espíritu Santo —y, con Él, al Padre y al Hijo— y a tener familiaridad con el
Paráclito, podemos fijarnos en tres realidades fundamentales: docilidad
—repito, vida de oración, unión con la Cruz.
Docilidad, en primer lugar,
porque el Espíritu Santo es quien, con sus inspiraciones, va dando tono
sobrenatural a nuestros pensamientos, deseos y obras. Él es quien nos empuja a
adherirnos a la doctrina de Cristo y a asimilarla con profundidad, quien nos da
luz para tomar conciencia de nuestra vocación personal y fuerza para realizar
todo lo que Dios espera. Si somos dóciles al Espíritu Santo, la imagen de
Cristo se irá formando cada vez más en nosotros e iremos así acercándonos cada
día más a Dios Padre. Los que son llevados por el Espíritu de Dios, esos son
hijos de Dios.
Vida de oración, en segundo
lugar, porque la entrega, la obediencia, la mansedumbre del cristiano nacen del
amor y al amor se encaminan. Y el amor lleva al trato, a la conversación, a la
amistad. La vida cristiana requiere un diálogo constante con Dios Uno y Trino,
y es a esa intimidad a dónde nos conduce el Espíritu Santo. ¿Quién sabe las
cosas del hombre, sino solamente el espíritu del hombre, que está dentro de él?
Así las cosas de Dios nadie las ha conocido sino el Espíritu de Dios. Si
tenemos relación asidua con el Espíritu Santo, nos haremos también nosotros
espirituales, nos sentiremos hermanos de Cristo e hijos de Dios, a quien no
dudaremos en invocar como a Padre que es nuestro.
Acostumbremos a frecuentar
al Espíritu Santo, que es quien nos ha de santificar: a confiar en Él, a pedir
su ayuda, a sentirlo cerca de nosotros. Así se irá agrandando nuestro pobre
corazón, tendremos más ansias de amar a Dios y, por Él, a todas las criaturas.
Y se reproducirá en nuestras vidas esa visión final del Apocalipsis: el
espíritu y la esposa, el Espíritu Santo y la Iglesia —y cada cristiano— que se
dirigen a Jesús, a Cristo, y le piden que venga, que esté con nosotros para
siempre.
Unión con la Cruz,
finalmente, porque en la vida de Cristo el Calvario precedió a la Resurrección
y a la Pentecostés, y ese mismo proceso debe reproducirse en la vida de cada
cristiano: somos —nos dice San Pablo— coherederos con Jesucristo, con tal que
padezcamos con Él, a fin de que seamos con Él glorificados. El Espíritu Santo
es fruto de la cruz, de la entrega total a Dios, de buscar exclusivamente su
gloria y de renunciar por entero a nosotros mismos. Sólo cuando el hombre,
siendo fiel a la gracia, se decide a colocar en el centro de su alma la Cruz,
negándose a sí mismo por amor a Dios, estando realmente desprendido del egoísmo
y de toda falsa seguridad humana, es decir, cuando vive verdaderamente de fe,
es entonces y sólo entonces cuando recibe con plenitud el gran fuego, la gran
luz, la gran consolación del Espíritu Santo. Es entonces también cuando vienen
al alma esa paz y esa libertad que Cristo nos ha ganado, que se nos comunican
con la gracia del Espíritu Santo.
Los frutos del Espíritu son
caridad, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, longanimidad, mansedumbre,
fe, modestia, continencia, castidad: y donde está el Espíritu del Señor, allí
hay libertad.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
DÉCIMO DÍA
Oración para comenzar
¡Ven, oh Santo Espíritu!:
ilumina mi entendimiento, para conocer tus mandatos: fortalece mi corazón
contra las insidias del enemigo: inflama mi voluntad… He oído tu voz, y no
quiero endurecerme y resistir, diciendo: después…, mañana. Nunc coepi! ¡Ahora!,
no vaya a ser que el mañana me falte. ¡Oh, Espíritu de verdad y de sabiduría,
Espíritu de entendimiento y de consejo, Espíritu de gozo y de paz!: quiero lo
que quieras, quiero porque quieres, quiero como quieras, quiero cuando quieras.
Consideración para este 10º día
La
vida del cristiano consiste en empezar una y otra vez
En medio de las limitaciones
inseparables de nuestra situación presente, porque el pecado habita todavía de
algún modo en nosotros, el cristiano percibe con claridad nueva toda la riqueza
de su filiación divina, cuando se reconoce plenamente libre porque trabaja en
las cosas de su Padre, cuando su alegría se hace constante porque nada es capaz
de destruir su esperanza.
Es en esa hora, además y al
mismo tiempo, cuando es capaz de admirar todas las bellezas y maravillas de la
tierra, de apreciar toda la riqueza y toda la bondad, de amar con toda la
entereza y toda la pureza para las que está hecho el corazón humano. Cuando el
dolor ante el pecado no degenera nunca en un gesto amargo, desesperado o
altanero, porque la compunción y el conocimiento de la humana flaqueza le
encaminan a identificarse de nuevo con las ansias redentoras de Cristo, y a
sentir más hondamente la solidaridad con todos los hombres. Cuando, en fin, el
cristiano experimenta en sí con seguridad la fuerza del Espíritu Santo, de
manera que las propias caídas no le abaten: porque son una invitación a
recomenzar, y a continuar siendo testigo fiel de Cristo en todas las
encrucijadas de la tierra, a pesar de las miserias personales, que en estos
casos suelen ser faltas leves, que enturbian apenas el alma; y, aunque fuesen
graves, acudiendo al Sacramento de la Penitencia con compunción, se vuelve a la
paz de Dios y a ser de nuevo un buen testigo de sus misericordias.
Tal es, en un resumen breve,
que apenas consigue traducir en pobres palabras humanas, la riqueza de la fe,
la vida del cristiano, si se deja guiar por el Espíritu Santo. No puedo, por
eso, terminar de otra manera que haciendo mía la petición, que se contiene en
uno de los cantos litúrgicos de la fiesta de Pentecostés, que es como un eco de
la oración incesante de la Iglesia entera: Ven, Espíritu Creador, visita las
inteligencias de los tuyos, llena de gracia celeste los corazones que tú has
creado. En tu escuela haz que sepamos del Padre, haznos conocer también al
Hijo, haz en fin que creamos eternamente en Ti, Espíritu que procedes de uno
del otro.
Oración para finalizar:
Ven Oh Santo Espíritu, llena
los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor.
V. Envía
tu espíritu y serán creados
R. Y
renovarás la faz de la tierra.
Oh Dios que has instruido
los corazones de los fieles con la luz del Espíritu Santo. Concédenos según el
mismo Espíritu, conocer las cosas rectas y gozar siempre de sus divinos
consuelos. Por el mismo Cristo nuestro Señor. Amén.
No hay comentarios:
Publicar un comentario